mis pinceles

30.10.10

Necrológicas

Carmen se sacó la carrera de periodismo con matrícula. Una mujer aplicada, inteligente, común. Una mujer más, igual que todas. Carmen trabajaba en un importante periódico nacional. Su trabajo consistía en escribir las páginas necrológicas. A veces le pesaba la rutina, a veces imaginaba y soñaba y sentía; otras veces, simplemente iba sobreviviendo.
Carmen, como cada día, salía a comprar el periódico. En el metro, de camino al trabajo, lo hojeaba con cierta indiferencia, algo así muy parecido a la indiferencia que tienen los abuelos cuando ven pasar los trenes. Empezaba por las esquelas y, después, leía anuncios insinuantes de asiáticas con poco pecho y de mujeres, entradas en años, que buscaban algo de pasión en sus insignificantes vidas. No leía nada más. Según decía, lo que pasase a su alrededor a estas alturas de la vida ya le importaba bien poco. Llegaba al trabajo mucho antes de comenzar la jornada. Por eso, antes de entrar, tomaba café en un bar situado cerca de su oficina. Mientras se lo bebía, miraba fijamente la pared, como a la espera de que cambiase de color. Entre una mezcla de sueño, frío y hosquedad, prendía su primer cigarrillo, dejaba la cuenta justa sobre la mesa y se marchaba sin decir adiós a los presentes, sabiendo que serían futuros nombres en la esquela de ese periódico y que, por ende, ya tendría tiempo de saludarles . El día gris llovía a cántaros. Y con los ojos cerrados y los labios secos, producto de demasiadas bocanadas de aire, Carmen abría la puerta del despacho. Como cada día, el señor recepcionista Rutinio Fernández la saludaba amablemente pero con cierto reparo y timidez. Ella, a pesar de tener en cuenta su cortesía, se preocupaba menos en contestarle que en mirar las baldosas del suelo y pisarlas con cautela, ya que aquel día el piso se movía demasiado y el horizonte hacia su despacho era infinito. Así que corrió como un galgo hambriento en plena cacería y llegó, por fin, a un espejo opaco que hablaba con acento andaluz, pero de ese acento que tienen los del norte de España. Como no quería escuchar a nadie se tapó los oídos con lo primero que tenía a mano, que fueron un par de cigarros de su compañera de redacción Monjilde Ética, aunque la llamaban Meretrizzia. A pesar de su sordera transitoria, Carmen oyó gritos a kilómetros de distancia, justamente en el despacho de al lado, que decían algo así como: “¡tu madre y tú os podéis ir a la mierda porque no quiero que volváis a decirme que soy un calzonazos y que no sirvo para nada! ¡Porque como me toquéis más los cojones, os voy a denunciar al tribunal de injusticia inconstitucional! ¡Porque me cago en todo ya, Josefina, que entre la bruja de tu madre y tú me tenéis hasta los putos cojones!” La candente conversación terminó cuando el despacho comenzó a arder, dejando al gerente, el señor Falangerio Norma, dentro y sin recursos para poder salir. La secretaria, doña Mesalina Silencios  había puesto una silla en la puerta para que no pudiese abrir. Eso sí, Josefina Morales, la esposa del gerente, apareció y, desde afuera, saludaba con sonrisas y desdenes a su amado, ora medio quemado, ora medio chamuscado, mientras besaba efusivamente los labios inferiores de doña Silencios. No tardaron demasiado los bomberos pirómanos en aparecer por el lugar. Venían despeinados, con trajes sucios que olían a whisky y con mangueras en forma de escalera de caracol que soltaban chorros y chorros de vodka y absenta. Uno de ellos, viendo la oportunidad de realizar su mayor sueño, se acomodó entre Silencios y Josefina con la excusa de que debía apagar el fuego de sus llamas ardientes, las cuales se desprendían de sus cuatro pechos, sus cuatro labios y sus cuatro orificios penetrables. Los demás, como vieron que el fuego persistía, decidieron olvidarse de apagarlo y se pusieron a bailar una sevillana en medio del pasillo con la ayuda del espejo, que era el que cantaba por bulerías y con mucho duende. A todo esto, Carmen observó que las agujas del reloj iban en dirección contraria y que lo hacían tan rápido que, inexplicablemente, todo el mundo se volvió chico y lloró y balbuceó y buscaron a sus mamás y quisieron comer y se mearon y cagaron encima y siguieron llorando. Carmen intentó escapar de aquella pesadilla, pero no pudo porque se intoxicó con el humo del porro que se estaba fumando Monjilde, que fue la única que no perdió su compostura ni fue afectada, ya que su secta la beatificó antes de muerta y se hizo santa. Así que Carmen, cuando intentaba alcanzar a Rutinio, el recepcionista, se desmayó por el camino. Y soñó que llegaba a su casa después de un día agotador y que tenía una nota pegada en el espejo de la entrada que decía: así me despertaré de este sueño profundo en el que he descubierto que mi vida comienza en las profundidades de mi sueño. Y Carmen se despertó, a tientas de su letargo, y siguió mecanografiando las necrológicas del día siguiente.

4 comentarios:

  1. el cuarto orificio no lo situo ... :D

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  2. muy interesante, hace poco decias que lo tuyo eran los poemas pero tienes mucho talento narrando este tipo de historias, debo agregar que aveces es dificil no sentirce como carmen, hasta la proxima

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  3. Vuelvo a leerte y me satisface hacerlo.

    Creo que hay veces en que todas nos sentimos un poco como Carmen.

    Te he enlazado en mi blog, para tenerte más a mano.

    Un saludo. Es un placer leerte.

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